Descubiertas por Cristóbal Colón en su cuarto viaje a América, las Islas Caimán fueron por excelencia el centro de la acción de los piratas del mar Caribe durante el siglo XVII. Situadas al noroeste de Jamaica, entre Cuba y Honduras, inhabitadas y sin control activo de la corona española, se convirtieron rápidamente en un santuario ideal para el desarrollo de la piratería. El famoso bucanero británico Francis Drake bautizó las islas con su nombre actual y las utilizó con frecuencia como base de operaciones para atacar galeones españoles que transportaban metales preciosos hacia Europa. Las islas permanecieron con poca presencia humana y eran visitadas temporalmente por corsarios con la misión de reponer suministros de agua potable y carne de tortuga, reparar embarcaciones y ocultar tesoros conquistados en cada incursión por el Caribe. A comienzos de la década del sesenta no existían servicios de agua corriente ni de luz.
La población radicada en las islas no alcanzaba a dos mil habitantes que vivían de la pesca y el abastecimiento de buques comerciales que transitaban por la zona. La abundante cantidad de mosquitos, debido a los manglares y pantanos, hacía imposible la vida fuera de la franja costera. Este pueblo con calles de arena blanca y vacas paseando libremente entre palmeras empezó paulatinamente a transformarse, con el impulso de capitales canadienses, estadounidenses y británicos que jugaron un importante rol en ese proceso. Grandes riquezas de Reino Unido, fortunas provenientes del tráfico de drogas y caudales de dinero de origen sospechoso comenzaron a anclar en la isla. Jets privados provenientes de varios puntos del Caribe aterrizaban en Islas Caimán, y cada visitante que llegaba con dinero al aeropuerto era escoltado por una patrulla policial hasta el banco si lo solicitaba. Esta situación de plena libertad para clientes internacionales transformó ese pequeño lugar en el más famoso paraíso fiscal del continente americano. Hoy en día, esta nación de cincuenta mil habitantes se ha convertido en la quinta plaza financiera mundial, detrás de Londres, Nueva York, Tokio y Hong Kong.
Existen unas quinientas entidades bancarias habilitadas, unas cien mil empresas registradas y en su jurisdicción se almacena la cuantiosa suma de 2,1 trillones de dólares, suficientes para satisfacer las necesidades alimentarias y sanitarias en todo el planeta. Existe una atmósfera de misterio en toda la isla. La mayoría de las entidades financieras no se promocionan; camufladas detrás de edificios con fachadas espejadas, y rodeadas de fuerte seguridad, trabajan para clientes de todo el mundo. Una elegante masa compuesta por abogados, economistas, brokers, contadores, auditores y asesores fiscales entra y sale. Camiones blindados estacionados en doble fila se entreveran con limusinas de vidrios polarizados que transportan a personas de las más diversas etnias. Vivir aquí puede resultar muy placentero. Todos los días en un coche descapotable de la oficina a la playa, partidos de golf y cócteles a la noche; una vida propia de estrella de cine. Sin embargo, sabemos que esta película, desde una perspectiva global, no tiene un final feliz. Construida urbanísticamente desde cero para la actividad que se desarrolla en la isla y con un alto impacto en el universo financiero internacional, esta área sobre un arrecife de coral resulta el prototipo ideal de un paraíso fiscal. Sorprende el paralelismo entre la antigua época de las Islas Caimán y su situación actual: piratas y ejecutivos haciendo lo mismo de siempre, buscando un buen lugar donde esconder sus tesoros.
Federico Estol
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