Sal, arena, viento, sol, aridéz, soledad, paz, conchas resecas, ruinas y un puñado de pescadores invencibles son los testigos indolentes que recuerdan el primer intento de sociedad europea en esta parte del continente americano. La menor de las tres islas, que forman parte del Estado Nueva Esparta, en el oriente venezolano, se muestra al mundo vestida con los retazos que, en apenas un cuarto de siglo de voraz explotación de perlas, le han quedado como herencia.
Apenas el repentino arribo de algún turista, predilectamente foráneo y amante del vértigo y la velocidad, irrumpe en sus tranquilas y desoladas costas para adornarlas con sus coloridas cometas, dejándose arrastrar por la fuerza y calidéz de su brisa.
