Un 31 de diciembre partí con dos amigas que apenas conocía pero a quienes me unían las ganas de cumplir esta aventura añorada de conocer Perú. Pasaje en mano, mochila y mi cámara compacta. Sí, una pequeña cámara, mi pequeño puente de la réflex analógica a mi actual reflex digital. Es curioso pero pareciera que uno es menos fotógrafo si lo que no se tiene ante sus ojos es una 35mm.
Pero dejemos ese dilema de lado. Hay otros dilemas, como cuando se viaja con personas ajenas a la pasión de registrar y allí una tiene que mediar entre ser la autista que se pierde detrás de cámara y la amiga que comparte las aventuras. Por suerte todas teníamos muy en claro a qué íbamos en este viaje. Por lo tanto, decidí olvidarme del medio (mi pequeña cámara), y dejarme sorprender, registrar, aprovechar y disfrutar del placer de viajar liviana y que el entorno me absorbiera. Nuestros dos objetivos número “uno” eran año nuevo en el “Cosco”, como lo llaman los locales, y por supuesto Machu Picchu. Después de eso, ya podríamos sentirnos realizadas. Aunque, en realidad, las almas viajeras “nunca” nos sentimos satisfechas. Diecisiete días transcurrieron recorriendo desde la zona cusqueña, emprendiendo camino hacia Puno y las islas del Titikaka y luego continuando con Arequipa, Valle Sagrado para finalizar en Lima. Viajar por Perú es realmente un viaje de colores y sabores intensos a cada paso, donde también hay contrastes constantemente. Por un lado, los colores.
A primera vista abundan los amarillos, rojos y azules entre toda la amplia gama de colores en los que están inmersos, tanto sea por su vestimenta como por los paisajes de verdes intensos de la zona húmeda, o de los amarillos y azules de la región de Puno, o los rojos en contraste con los blancos de Arequipa. Y por el otro, las sensaciones. Hay contrastes entre sus productos frescos y sus comidas. Desde el primer momento en que pusimos pie en Cusco, cuando atravesamos la ciudad desde el aeropuerto con el taxi del hostel, me impactó la crudeza literal de ver los chanchos enteros exhibidos sobre la mesa de un puesto callejero.
A la vez me resultó fascinante observar esa comunión que existe entre este pueblo y la naturaleza. Esa simplicidad. Y esa abundancia que da la tierra cuando se la respeta. Es fascinante también observar su gran diversidad de gente, y ¿por qué no? el contraste que se genera con los extranjeros. Desde mi lugar no podía evitar tener esa sensación de invasión de mi parte. En Europa, en Norte América o en Australia puedo ser una más. Aquí no.
Por otro lado, se cruzan ciertos límites, como por ejemplo, lo que es netamente privado con lo que es netamente turístico: mujeres en sus trajes típicos y algún corderito a cuestas para ser fotografiadas a cambio de unos soles.
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