La India, corregimiento de Landázuri, pero muy cerca a Cimitarra, Santander, libra hace más de 20 años una lucha sin armas contra los armados. Una lucha del sentido común contra la barbarie. Por allá en 1990 en Cimitarra, Santander, uno de tantos asesinatos de los que ocurren en Colombia, no pasó desapercibido. Miguel Ángel Barajas, Josué Vargas, Saúl Castañeda, fundadores de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare (ATCC) y Silvia Dussan, periodista de la BBC, fueron ultimados a tiros en un café esquinero de la plaza del pueblo, a manos del MAS, Muerte a Secuestradores, grupo paramilitar que combatía ilegalmente a las guerrillas izquierdistas..
El hecho habría quizás pasado desapercibido para los medios de comunicación en medio de las tantas muertes violentas de personajes hijos de vecina, de no ser porque incluía la desaparición de una periodista, que para completar, era de buen apellido y por si fuera poco, representaba a un medio extranjero.
Para asombro de buena parte del país, los otros tres muertos, campesinos por nacimiento o adopción, no eran otros tres cuerpos más. Se trataba de tres de los creadores de un invento que, de lo puro extraordinario, era casi increíble. Para las comunidades campesinas de todo el país, y para las de esta región del Magdalena Medio, la violencia política era tan antigua que prácticamente nadie, ninguna generación, había vivido sin conocer el significado de la palabra paz como vivencia. Sabían de la falta de paz, de la necesidad de paz, pero era la guerra y los hechos de sangre, los que siempre los habían acompañado.
La gente en armas, bien desde el Estado, bien desde las fuerzas opositoras (que fácilmente podrían haber sido en el pasado parte del Estado) habían contado con el campesino siempre desde la óptica maniquea del “conmigo o contra mi”. En los 80 las cosas no eran entre liberales y conservadores como lo fue en los años 50, ni tampoco de la Colombia/Estado contra la insurgencia comunista – liberal, como lo fuera en los 60 y 70, sino de guerrillas, paramilitares y militares, todos a una infiltrados por los dineros de los narcos, que no sólo permeaban la guerra para su propio beneficio, sino a todo los estamentos, estatales y privados, del país. Dinero por todas partes, plomo por todas partes. Y dentro de esa dinámica, paras y guerrillas les habían planteado a los habitantes de La India cuatro alternativas para sus vidas: o unirse a la guerrilla, o unirse a los para-militares, o irse de la región o morir en ella. Cada opción igual de dolorosa, pues la muerte era factor común en ellas. O mataban, o morían, o se les moría el alma dejando la tierra que a les pertenencia. No se sabe bien de que boca surgió, o en que reunión o almohada brotó un sueño absurdo, un quinta opción en donde la dignidad y el sentido común no tuvieran olor a pólvora. Cuentan que a Josué Vargas, un campesino acomodado de la región, la idea le venía rondando en la cabeza y que en algún momento, de tanto ver caer gente, de tanto voltear la cabeza para no ver, se cansó de decir “sí, señor” y se preguntó, junto a algunos vecinos, que pasaría si ellos no quisieran, ni irse, ni dejarse matar, ni matar a otro. Que pasaría si pudieran conseguir que la gente de la guerra se fuera a pelear su guerra a otra parte, si era que tanto se odiaban. Que pasaría, se preguntó, si “le hiciéramos un paro a la guerra”. Una idea que de lo puro ingenua era de lo más interesante. Y no sólo interesante como quien dice “ojalá y se pudiera”, sino viable y necesaria. Cuentan que así decididos, se fueron a hablar con la guerrilla, que era por entonces fuerza dominante, para contarles de su intención. La intención de que los sacaran del conflicto, que a ellos no les apetecía dejarse matar, ni irse de su tierra ni coger un fusil derecho o izquierdo, porque para ellos la muerte era la muerte, no importaba quien la diera o quien la sufriera y que preferían la vida entendida como poder trabajar, criar sus hijos, sonreír de vez en cuando y morir de viejos cuando se les acabaran los años. Cuentan que el comandante guerrillero se rió del asunto, pero que sin embargo, los vio tan entusiasmados, tan transparentes, que les dijo que si conseguían que el Ejército hiciera lo mismo, ellos “le jalaban al cuento”. Fueron entonces a ver al comandante militar, que a su vez, también comandaba las fuerzas paramilitares (y esto, que entonces se negaba, no lo digo yo, lo dicen las investigaciones posteriores de los organismos del Estado), para contarle la misma historia, la loca idea que tenían de creer que ellos tenían derecho a una quinta opción.
Se dice que el coronel no se rió tanto, pero que les ofreció más bien algunos fusiles y entrenamiento militar para que se defendieran del enemigo. Ellos insistieron en su empeño y finalmente se llevaron la promesa de que si conseguían que la guerrilla hiciera lo mismo que le pedían al Ejército, ellos también les respetarían su tal “derecho a la vida”. Y tal parece que lo consiguieron en verdad. Al fin y al cabo qué importaban unos cuantos locos que les daba por creerse que no había enemigos de los que defenderse. En tanto que siguieran por allá, en ese lugar llamado La India y nadie se enterara, no importaba. Allá ellos. Pero resultó que la noticia, que de lo puro increíble se contaba como quien cuenta de duendes y dragones, comenzó a esparcirse, de boca en boca, “que dizque por allá en La India consiguieron una tregua”. La gente contaba el cuento y se lo decían preguntándose al mismo tiempo, cuánto demorarían en matar a sus líderes. No creían que alguien pudiera levantar su dedo contra un fusil y lo mandara callar. Pero así era. El rumor le llegó a Miguel Ángel Barajas, un agrónomo del gobierno, con vocación de poeta y político, rara mezcla. Y quiso conocer de primera mano que tan locos y que tan ciertos estaban las gentes de La India. Barajas terminó quedándose y, con lo que conocía del funcionamiento del Estado, ayudó a conformar la ATCC. Desde ahí intentaron, sin grandes resultados, la gestión de dineros y apoyos para su causa, para su ilusión. Las respuestas fueron claras al respecto: “Si no quieren nuestra guerra, no esperen nuestra ayuda”. En algún momento se dieron cuenta de que podían cambiar algo más las cosas si lograban, además de tener la razón, tener algo de representatividad en el aparato estatal. Finalmente la democracia, al menos en el papel existía y si lograban los votos suficientes, podrían ser oídos, ya no como unos locos por allá en la montaña, sino como autoridad. Y entonces, ni bien les dio por lanzar a Miguel Ángel al concejo de Cimitarra, llegaron las amenazas de muerte. La idea peligrosa de la paz, de un alto a la guerra, no debia ser conocida en plaza pública. Cuenta la esposa de Josué, que su marido, que para entonces se estaba quedando un poco ciego del ojo que le quedaba bueno, no dormía tranquilo.
Que sabía que su vida peligraba, pero que también sabía que su vida no servía si sabiendo qué había que hacer no lo hacía. Y dice su hija, Damaris, que cuando las amenazas fueron ya no sólo contra él, sino contra su familia, él decidió sacarlos de allá para Bucaramanga y se vino con todo a contar su cuento en toda la región del Carare. Ya para entonces los nombres de Josué Vargas, Miguel Ángel Barajas y Saúl Castañeda eran bien conocidos por las organizaciones sociales de la región y comenzaban a trascender las fronteras, tanto que hasta la BBC llegó la noticia del invento. Eran casi tres años de andar por ahí diciendo que el enemigo era la guerra, no los hombres, que la vida no se negociaba, que el diálogo, por sobre todo, era el camino y que más que fusiles, hacían falta carreteras, escuelas y servicios públicos. Sus voces eran serenas pero firmes. Firme como era la convicción de su discurso y la coherencia de este con su actuar. No eran intelectuales de academia hablando sobre los problemas de otros, sino que eran filósofos de la tierra, hablando de su propia vida. Y así llegó un día Silvia Dussan, otra amenazada, a escuchar la historia de un acto de resistencia civil al conflicto con algún grado de éxito. Y al parecer con su llegada se rebosó la copa de la paciencia de los del gatillo cobarde y disfrazado. Según relatan los que saben, un miembro de la ATCC había sido infiltrado por el MAS y él mismo, la noche del 26 de febrero de 1990, se encargó de señalar con su saludo a los que debían ser ejecutados. Saludó y dijo que iba a mirar un partido de copa que pasaban esa noche y que volvía en un rato. Nunca volvió. Ni bien sonaron los tiros ya estaba siendo embarcado lejos de ahí en un helicóptero. Josué, al principio del movimiento, cuando por allá en La Pedregosa, dos horas río Carare arriba, se había propuesto construir una casa grande que fuera sede del movimiento. Y donde fue el terreno escogido, había una Ceiba, talada por el antiguo dueño del terreno. Los obreros la quisieron arrancar de raíz para la nueva construcción, pero Josué se opuso.
“Será el símbolo de nuestra causa, será la señal de nuestra pertenencia a la tierra y de nuestra decisión de quedarnos” Su símbolo, que aún sigue allí, estremece ahora por el sentido que le dieron las balas que acabaron con su vida, pero no con su obra. La ceiba talada, que talada se mantiene con sus raíces clavadas en la tierra. Troncha su vida, vivo su ejemplo que aún, con el pasar de los años, sus pobladores, los herederos de una bandera de lucidez frente a tanta locura, siguen defendiendo. Su vida se murió pero su idea resonó en muchos rincones del país con una fuerza que sólo los medios y el gobierno pueden ignorar. Luego de su muerte, y con la llegada de un premio Nobel Alternativo de Paz para su causa, otorgado ese mismo año, el mensaje tuvo ecos en muchos lugares y aunque para la gente de las ciudades el asunto se olvidó, para la gente de cada una de esas nuevas comunidades, de La India en particular, la tarea continua todos los días. Haciendo lo que a diario se nos dice como imposible, la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare,(ATCC) le apostó al diálogo con todos los actores armados (guerrillas, paras y militares) con un único argumento: la razón. No tienen nada para negociar distinto a su convencimiento sobre su derecho a existir en su tierra de nacimiento y labranza. No ofrecen nada a cambio de su garantía de que lo mismo le exigen a todos los otros. Muchas vidas les ha costado, derribadas por unos y otros. Su historia, entrecruzada por todos los juegos perversos de guerra sin rostro, es la historia de la lucidez contra la locura, del pájaro tirándole a las escopetas, que por esas cosas raras de la vida, o de la terquedad del pájaro, sigue sonando duro a pesar de los golpes. La India queda en Colombia, sí, pero parece que fuera otro lugar. Allá se forja lo que debiera llenar de asombro los noticieros de los medios “informativos”. Un lugar, como otros varios en el país, que desde el mero sentido común hacen su paz, sin necesidad de los grandes intelectuales, de reformas constitucionales, sin muchos doctores que les diagnostiquen su mal.
Sólo lo hacen y ya. Todos los días. De hoy en más, en este país que desangrado sigue siendo llevado por sus gobernantes y disidentes por la senda de las armas y de la violencia, se hace necesaria un alto para ver si, como los campesinos del Carare de entonces y de ahora, tenemos el valor civil para exigir nuestro derecho innegociable a la vida
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