Aquel Inglaterra vs. Argentina del Mundial de México 86 era un enfrentamiento que, aunque se quisiera negar, iba más allá de un simple partido de fútbol.
Había una guerra absurda detrás, la muerte reciente de cientos de soldados inexpertos y una sensación de bronca hacia todo lo que fuera inglés. En lo futbolístico Argentina contaba con un inspirado Maradona, que iba a recibirse de ídolo, aquel mediodía de calor insoportable en el Estadio Azteca.
Llegué retrasado a la cancha.
El tránsito endemoniado de esa ciudad gigantesca y semidestruida por el terremoto de un año antes, me dejó atascado en medio de una autopista. Además de mi equipo fotográfico llevaba un baúl con un laboratorio portátil. Portátil es un decir, entraban en ese baúl una ampliadora, cubetas para revelar copias, tanques para procesar negativos y un transmisor para mandar, vía telefónica, las fotos a Buenos Aires. Unos 100 kilos de materiales, por lo cual no podía bajarme del auto y correr hacia el estadio.
Entré al campo de juego unos pocos minutos antes de que comenzara el partido. Y quedé mal ubicado, para el primer tiempo y también para el segundo. Los lugares para un partido de esa trascendencia se reservaban, en aquel entonces, por lo menos con tres o cuatro horas de anticipación.
Estuve incómodo todo el partido, con lentes que no preveía usar.
Cuando comenzó el segundo tiempo yo había quedado muy cerca del poste izquierdo del arquero inglés Peter Shilton.
No me gustaba ese sitio ya que no podía usar en todo su recorrido mi lente más larga, un tele de 300mm. En aquella época usábamos cámaras analógicas, con motores de arrastre muy lentos. Entonces mi tele corto, de 85 mm, se convirtió en mi tabla de salvación. Lo usé mucho más que en otras ocasiones y fue así como lo tenía pegado a mi ojo cuando Maradona saltó a una pelota imposible. Llegué a ver una maniobra extraña, y apreté el obturador.
Luego Diego salió con su puño en alto festejando el gol. Los ingleses protestaban, yo intuía que el gol había sido con la mano, pero no lo podía asegurar. No sabía, a ciencia cierta, que era lo que tenía en mis rollos.
Mientras revelaba en el improvisado laboratorio que había armado en las entrañas del Estadio Azteca, recibí un llamado de Buenos Aires. Desde la agencia periodística en la cual trabajaba preguntaban por la foto del gol con la mano.
Yo aun no sabía si la tenía, y mucho menos que estaba revelando una de las pocas imágenes que congelaron aquel instante. Transmití aquella foto creyendo que era una más de las que debían estar dando vueltas por allí. Pero en pocas horas la que dio la vuelta al mundo fue mi foto.
Confirmaba lo que desde el campo de juego se había podido ver, pero que la TV, sin la tecnología posterior, no había logrado mostrar. Maradona había convertido un gol con la mano en un Mundial y frente a Inglaterra. Y empezaba a convertirse en mito.