Pararse sobre el puente a un costado de los ríos metafísicos de la vida para contemplar el continuo devenir de las cosas. Tal es la tarea del espectador, de aquel que ha dado un paso atrás para buscar una otra realidad que no sea la del actor. Este el puente sobre el cual se ha parado el sujeto a mirar en la obra de Yampey, ese puente que – a pesar de su construcción múltiple y detallada – fracasa en corresponder discurso y referencia.
Uno imagina a la fotógrafa detrás del sujeto fijando una residencia en el movimiento, en el tránsito, semejante a la de Viktor Navorski en la película “La Terminal”: viajando el viaje de los otros, esperando la espera de los que esperan y, en definitiva, construyendo un espectáculo (spectaculum) como medio a través del cual se produce su propia realidad de espectador (speculum = espejo). El sujeto se haya dado cuenta quizás en su trance/tránsito – en su obsesión por representar – que la Totalidad es inabarcable ya sea en su absolutismo o en su reducción (codificación/invención). Es además irrelevante, pues lo que el pretende “recolectar” son precisamente sus fragmentos -escombros, ruinas, cotidianeidad – que constituyen las hojas sueltas de un manuscrito infinito que se ha dispersado en el viento de la contingencia.
Lo vemos caminar y perderse en el laberinto de chipas, vendedores de bingo, palomas y gatos, hamacas tendidas, diarieros, maleteros, pasajeros, parientes, etc. Las revelaciones no siempre corresponden a las aventuras del espectador, algunas veces espectar significa esperar, estar expectante. Parafraseando a Heidegger: “las cosas vienen a nosotros deseosas de convertirse en signo”. Así como la “Terminal” supone la existencia de aquel que espera a alguien, la mirada del sujeto espera que arribe a los dominios de su espectáculo/espejo una revelación, una metáfora del mundo que lo ha creado en su continuo y monstruoso desplazamiento.
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