Si la mirada ama la belleza de la bestia veloz, si la dibuja en el ojo y la exalta, cuanto más si descubre a aquel que corresponde ese amor, ya no sólo estético, sino a aquel que palpa desde la delicadeza de líneas del animal hasta la limpieza del recinto donde los excrementos son tan reales como el polvo de la pista o la luz de los días en los árboles y no corresponden a ninguna categoría inferior sino que son uno en la amistad de un oficio de vida.
Misteriosamente estamos invitados a descubrir, ser parte de un amor. Los muchachos del hipódromo, peones o, como decirlo sin utilizar una palabra tan triste o mal interpretada, ángeles del caballo quizás, tan ocultos a una sociedad que ya olvido viajar al ritmo de la sangre, aparecen en el foco de la cámara de “Beatriz Leguiza”: Bellos, puros, incontrastables.
Pero Beatriz se anima a más, ya que estamos hablando de un “juego”, apuesta al doble, detrás de la cámara ha quedado una voz y la imagen tiene un punto en común: la poesía. Entonces a la poesía hecha imagen incorpora la poesía de la palabra, no tanto como explicación o justificación de las imágenes, que no la necesitan, sino como un hecho artístico independiente. Podemos entonces hablar de dos libros que son uno, que no podrían dejar nunca de ser uno porque responden a un mismo llamado del espíritu, a una misma vocación.
Roberto D. Malatesta
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